Ignoro el nombre del reino, pero sé que no era muy lejano, tal vez se encuentre en alguno de los cajones de mi escritorio. Era tan pequeño que quizás pueda estar oculto en un dedal. No lo sé, sólo puedo decirte que en aquel lugar los hombres vivían de forma sencilla y dedicada a la magia. La fantasía siempre estuvo presente, en cada nacimiento y cada muerte. Un mundo desconocido por ojos que no creen en las hadas, duendes, brujas o dragones. Tal vez tú lo veas algún día.
En aquel mundo nació un niño de ojos de fiera y labios de mujer. Su sonrisa era dulce y amansaba a las fieras como si se trataran de un igual en su manada, una sonrisa enigmática y seductora. Sus cabellos dorados siempre estaban revueltos, pues los peinaba el viento y sus propios dedos. Su piel era clara como la nieve, pero cálida como las caricias del sol en primavera. Aquel ser nació de una flor de cerezo, la última antes de llegar la nueva primavera. Allí los cerezos florecen en invierno, junto a las primeras nieves.
Su nacimiento fue gracias al amor de un copo de nieve y los pétalos de una flor. Vino al mundo convertido en un pequeño capullo. Aquel capullo fue creciendo, hasta que pasado un tiempo lo rasgó con sus manos y apareció con la imagen de un joven de veinte años. Sintió calor, ya que era verano, y por ello anduvo desnudo unos cuantos días caminando por el mundo. No sentía pudor, ni miedo y tampoco conocía la soledad. Él estaba vacío de sentimientos, era una nueva hoja en la cual se debía de narrar una intensa historia.
Al mismo tiempo que aquel ser nacía, lo hacía otro en las montañas. Vino al mundo un gigante nacido del huevo de un raro animal. Caminó desnudo, al igual que el otro, y sólo se vistió cuando sintió el frío de la noche. Sus ojos eran café intenso, calentaba con sólo reflejarse en ellos, sus labios finos ocultaban una voz muy varonil y sus enormes manos eran capaces de levantar pesadas rocas.
Durante años ambos muchachos caminaron sin conocerse, al igual que el tiempo parecía detenido en la villa. Todos los días eran el mismo día en el calendario. Hablaban de un extraño dragón que sobrevolaba los campos y de una princesa que en las mañanas tarareaba canciones al sol. También llegó a oídos de los aldeanos el nombre de un temible monstruo, un enorme gigante de piedra que tenía aspecto de hombre. Pensaron que aquel enorme gigante se transformaba en dragón y protegía fieramente a la princesa, la retenía en contra de su voluntad.
Cierta noche, acorralado por las antorchas del pueblo, el enorme gigante dio con el árbol del cual había surgido el otro joven. Lo halló sentado en sus ramas, observando la luna llena de color rosado y sonriendo mientras sus largas piernas se movían con gracia. Aquella imagen fue demasiado atractiva, tan bella y poética que terminó enamorado. Si bien, dos inmensas alas de dragón surgieron de las espaldas del muchacho y comenzó a sobrevolar la noche, alrededor de su inmenso cuerpo, como si fuera un juego infantil.
-¿Cuál es tu nombre?-preguntó estirando su mano para que se posara, como si se tratara de una mariposa.
-Mi nombre.-respondió palpando sus labios.-No tengo nombre.
-Yo tampoco tengo uno.-dijo confuso.-¿Cuál crees que me vendría bien?
-No lo sé, no soy bueno con los nombres.-rió antes de tocar su nariz y sus mejillas.-Eres duro y frío, pero tus ojos son cálidos.
-Tú eres pequeño, comparado conmigo, pero pareces más fuerte por tus atributos de dragón.
Aquella noche la pasaron escondidos en una cueva, cerca del poblado, conversando y compartiendo experiencias. La mañana siguiente fue distinta, así como la otra y ellos fueron creciendo juntos. Ambos habían hecho florecer el reloj del tiempo, paralizado con el nacimiento de ambos, y todo porque se habían encontrado como minutero y segundero.
De su amor surgió una niña que jamás dejó de danzar ni un minuto. Dentro del agua del lago era cisne, fuera tenía un aspecto algo duro pero cálido con unas hermosas alas de de dragón emplumadas. Una pequeña con una sonrisa que espantaba al sol, pues era feliz bailando bajo las tormentas.
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Dedicado a
David
Laura
Marisol
Kiseki
Ainara
En aquel mundo nació un niño de ojos de fiera y labios de mujer. Su sonrisa era dulce y amansaba a las fieras como si se trataran de un igual en su manada, una sonrisa enigmática y seductora. Sus cabellos dorados siempre estaban revueltos, pues los peinaba el viento y sus propios dedos. Su piel era clara como la nieve, pero cálida como las caricias del sol en primavera. Aquel ser nació de una flor de cerezo, la última antes de llegar la nueva primavera. Allí los cerezos florecen en invierno, junto a las primeras nieves.
Su nacimiento fue gracias al amor de un copo de nieve y los pétalos de una flor. Vino al mundo convertido en un pequeño capullo. Aquel capullo fue creciendo, hasta que pasado un tiempo lo rasgó con sus manos y apareció con la imagen de un joven de veinte años. Sintió calor, ya que era verano, y por ello anduvo desnudo unos cuantos días caminando por el mundo. No sentía pudor, ni miedo y tampoco conocía la soledad. Él estaba vacío de sentimientos, era una nueva hoja en la cual se debía de narrar una intensa historia.
Al mismo tiempo que aquel ser nacía, lo hacía otro en las montañas. Vino al mundo un gigante nacido del huevo de un raro animal. Caminó desnudo, al igual que el otro, y sólo se vistió cuando sintió el frío de la noche. Sus ojos eran café intenso, calentaba con sólo reflejarse en ellos, sus labios finos ocultaban una voz muy varonil y sus enormes manos eran capaces de levantar pesadas rocas.
Durante años ambos muchachos caminaron sin conocerse, al igual que el tiempo parecía detenido en la villa. Todos los días eran el mismo día en el calendario. Hablaban de un extraño dragón que sobrevolaba los campos y de una princesa que en las mañanas tarareaba canciones al sol. También llegó a oídos de los aldeanos el nombre de un temible monstruo, un enorme gigante de piedra que tenía aspecto de hombre. Pensaron que aquel enorme gigante se transformaba en dragón y protegía fieramente a la princesa, la retenía en contra de su voluntad.
Cierta noche, acorralado por las antorchas del pueblo, el enorme gigante dio con el árbol del cual había surgido el otro joven. Lo halló sentado en sus ramas, observando la luna llena de color rosado y sonriendo mientras sus largas piernas se movían con gracia. Aquella imagen fue demasiado atractiva, tan bella y poética que terminó enamorado. Si bien, dos inmensas alas de dragón surgieron de las espaldas del muchacho y comenzó a sobrevolar la noche, alrededor de su inmenso cuerpo, como si fuera un juego infantil.
-¿Cuál es tu nombre?-preguntó estirando su mano para que se posara, como si se tratara de una mariposa.
-Mi nombre.-respondió palpando sus labios.-No tengo nombre.
-Yo tampoco tengo uno.-dijo confuso.-¿Cuál crees que me vendría bien?
-No lo sé, no soy bueno con los nombres.-rió antes de tocar su nariz y sus mejillas.-Eres duro y frío, pero tus ojos son cálidos.
-Tú eres pequeño, comparado conmigo, pero pareces más fuerte por tus atributos de dragón.
Aquella noche la pasaron escondidos en una cueva, cerca del poblado, conversando y compartiendo experiencias. La mañana siguiente fue distinta, así como la otra y ellos fueron creciendo juntos. Ambos habían hecho florecer el reloj del tiempo, paralizado con el nacimiento de ambos, y todo porque se habían encontrado como minutero y segundero.
De su amor surgió una niña que jamás dejó de danzar ni un minuto. Dentro del agua del lago era cisne, fuera tenía un aspecto algo duro pero cálido con unas hermosas alas de de dragón emplumadas. Una pequeña con una sonrisa que espantaba al sol, pues era feliz bailando bajo las tormentas.
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