domingo, 13 de noviembre de 2011

París

Recuerdo tu nacimiento entre los pétalos de aquel nenúfar, como si fueran tu hermosa crisálida. Tu piel era tan delicada como las flores de cerezo, pero poseían el aroma de los tulipanes. Sonreías a la noche que te dio vida, como si esta fuera tu madre, y dejaste que tus alas surgieran de la poderosa nada. Unas alas parecidas a las de una libélula en forma, pero de colores similares a los de un campo florido. Recuerdo que eras una hermosa visión, una de esas que es incapaces de olvidar.

Tus manos cálidas estaban heladas, tus ojos negros tenían un poderoso magnetismo y las luciérnagas de la estratosfera brillaron orgullosas al contemplarte. Tu sonrisa era tan tenue, tus lágrimas tan duras para tu encanto. Naciste y fuiste para todos la flor de la ilusión, el hada que buceaba entre pétalos y zarzas.

Mis manos acariciaron tus mejillas, jugando con tu sonrojo y provocándolo con mis ojos salvajes como tú. Terminé por dejar que mis alas negras se mostraran desplegadas, igual que las del arcángel San Gabriel antes de tocar su trompeta. No te asustaste en esos extraños momentos, sólo me abrazaste murmurando una oración que incluso tú desconocías.

Magia, afirmo que todo fue magia. Las noches fueron bendecidas con tu voz, como si fueran tenues caricias contra mi cuerpo magullado, y los días fueron azotes como precio a nuestro delito. Habíamos conocido el paraíso, no importaba cual fuera el castigo. Si bien, terminamos convertidos en gatos negros que aún vagan sobre las calles de París.

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