La necesidad de la soledad me hizo buscar un igual, una réplica, que me hiciera sentirme lleno y no tan profundamente vacío. El eco de los latidos de mi corazón aporreaban mi cerebro. Sentía que moriría en este mundo demente sin volver a saber qué es la felicidad. Tú apareciste cuando di por vencida mis fuerzas, cuando estaba a punto del suicidio.
Una noche cualquiera, una más de mi monótona vida. Mis dedos fríos se deslizaban por los botones de mi camisa de seda. Mis ojos se clavaban en el espejo de mi habitación. Mis labios parecían resecos, la sed me estaba llevando al punto fatal de la agonía. Estaba perdiendo la cordura, estaba deslizándome en el mar profundo y oscuro de la demencia.
Cayó el sol y surgió la luna, la hora de los bohemios y escoria. La hora de los otros hijos de Dios. Mis pasos se hicieron presentes en mi apartamento, mis dedos se deslizaron amargamente por las teclas del piano y mi voz surgió ronca. Había estado lamentándome otra vez...
-Maestro.-susurró Philippe entrando en el salón, quedándose en su forma humana mientras me contemplaba.-Elliot, deberías salir a cazar. Llevas semanas sin probar una gota de sangre.
-¿Y tu amante?-pregunté de forma cautelosa.-¿Y ese maldito idiota?
Apareció enfundado en sus ropas de cuero, con su sombrero de ala ancha cubriendo sus ojos de distinto color, sus cabellos rubios rozaban sus hombros y parecía un guerrero venido a destrozar el mundo, en vez de liberarlo. En sus brazos llevaba un cuerpo, podía notar la dulce fragancia de la sangre.
-Necesita tu ayuda.-susurró dejándola en el sofá apartando la capa que cubría su frágil cuerpo.-Morirá.
Tus ojos esmeralda me cautivaron, esos ojos llenos de desesperación. Tus labios perdían el color, al igual que tus mejillas y tu piel. Hice algo de lo cual no me arrepiento y fue cuidarte. Te cuidé con mi propia necesidad. Te di el tratamiento adecuado. Luché porque sobrevivieras. Desde aquella noche sé que me perteneces, sé que te pertenezco... por ello soy feliz.
Una noche cualquiera, una más de mi monótona vida. Mis dedos fríos se deslizaban por los botones de mi camisa de seda. Mis ojos se clavaban en el espejo de mi habitación. Mis labios parecían resecos, la sed me estaba llevando al punto fatal de la agonía. Estaba perdiendo la cordura, estaba deslizándome en el mar profundo y oscuro de la demencia.
Cayó el sol y surgió la luna, la hora de los bohemios y escoria. La hora de los otros hijos de Dios. Mis pasos se hicieron presentes en mi apartamento, mis dedos se deslizaron amargamente por las teclas del piano y mi voz surgió ronca. Había estado lamentándome otra vez...
-Maestro.-susurró Philippe entrando en el salón, quedándose en su forma humana mientras me contemplaba.-Elliot, deberías salir a cazar. Llevas semanas sin probar una gota de sangre.
-¿Y tu amante?-pregunté de forma cautelosa.-¿Y ese maldito idiota?
Apareció enfundado en sus ropas de cuero, con su sombrero de ala ancha cubriendo sus ojos de distinto color, sus cabellos rubios rozaban sus hombros y parecía un guerrero venido a destrozar el mundo, en vez de liberarlo. En sus brazos llevaba un cuerpo, podía notar la dulce fragancia de la sangre.
-Necesita tu ayuda.-susurró dejándola en el sofá apartando la capa que cubría su frágil cuerpo.-Morirá.
Tus ojos esmeralda me cautivaron, esos ojos llenos de desesperación. Tus labios perdían el color, al igual que tus mejillas y tu piel. Hice algo de lo cual no me arrepiento y fue cuidarte. Te cuidé con mi propia necesidad. Te di el tratamiento adecuado. Luché porque sobrevivieras. Desde aquella noche sé que me perteneces, sé que te pertenezco... por ello soy feliz.
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