El magnetófono emitía una suave y amarga melodía. Una voz masculina emitía los quebrantos producidos por el amor, por el desengaño y por la traición. Una melodía trágica para un corazón agitado. Corazón que palpitaba en los océanos sanguíneos del joven pecho de un talentoso violonchelista.
Corrió hacia el balcón y se aferró de forma precipitada al barandal. Observó la noche oscura, tan oscura que no había ni una estrella. Las luces de la ciudad opacaban su brillo, opacaban su belleza. Sus ojos estaban cubiertos de lágrimas amargas que no podía evitar derramar. Se sentó en la barandilla de hierro forjado, tomó aliento y se precipitó al vacío.
Cayó desde una altura de cinco pisos, se rompió el cráneo dejando que sus cabellos rubios se tiñeran de rojo. Su camisa de corte antiguo, como si viniera de otra época, se volvió roja, roja pasión como la pasión que desgarraba al tocar su instrumento. Se escuchó el golpe seco, como si cayera una sandía y se desquebrajara, por todo el barrio. Las sirenas no tardaron en aparecer, al igual que la sábana que cubrió su cuerpo.
Cuando subieron a su apartamento, un ático amueblado como en la época de la ilustración, observaron el cuerpo de una joven en el piso del inmueble. Su vestido de noche estaba intacto, pero en su abdomen se hallaba un abrecartas, al igual que diversos cortes en el cuello. Su expresión era de asombro y horror, sus labios entreabiertos parecían gritar que la socorrieran aunque ya era tarde.
Él la amaba. Fue su primer amor. Esos amores que te arrebatan el alma y la encierran en una oscura prisión. Tenía quince años cuando se prendó de su dulzura, su belleza, su elegancia en el escenario. Ella era bailarina, interpretaba el cisne negro y parecía bailar para él. Tenía talento a pesar de no contar más de veinticinco años, diez más joven que su admirador. Durante años insistió con flores, bombones, cartas románticas e incluso composiciones propias. Un día ella cedió, le regaló su amor una sola noche y en esa surgió el fruto prohibido de sus entrañas.
Comprometida con otro, aunque él lo desconocía, deseó seguir adelante con el fruto de aquel momento de debilidad. Intentó explicarle que un bohemio desquiciado con el arte no era lo conveniente, además que su corazón era de otro y no suyo. Él no soportó la idea de perder, no ya a su princesa del lago de los cisnes sino también al fruto de ambos. Estalló y la mató. No soportó la idea de vivir sin ella y en un acto de locura cobarde se arrojó por el balcón.
El amor no siempre se aprecia o posee, lo natural es sufrir por él.
Corrió hacia el balcón y se aferró de forma precipitada al barandal. Observó la noche oscura, tan oscura que no había ni una estrella. Las luces de la ciudad opacaban su brillo, opacaban su belleza. Sus ojos estaban cubiertos de lágrimas amargas que no podía evitar derramar. Se sentó en la barandilla de hierro forjado, tomó aliento y se precipitó al vacío.
Cayó desde una altura de cinco pisos, se rompió el cráneo dejando que sus cabellos rubios se tiñeran de rojo. Su camisa de corte antiguo, como si viniera de otra época, se volvió roja, roja pasión como la pasión que desgarraba al tocar su instrumento. Se escuchó el golpe seco, como si cayera una sandía y se desquebrajara, por todo el barrio. Las sirenas no tardaron en aparecer, al igual que la sábana que cubrió su cuerpo.
Cuando subieron a su apartamento, un ático amueblado como en la época de la ilustración, observaron el cuerpo de una joven en el piso del inmueble. Su vestido de noche estaba intacto, pero en su abdomen se hallaba un abrecartas, al igual que diversos cortes en el cuello. Su expresión era de asombro y horror, sus labios entreabiertos parecían gritar que la socorrieran aunque ya era tarde.
Él la amaba. Fue su primer amor. Esos amores que te arrebatan el alma y la encierran en una oscura prisión. Tenía quince años cuando se prendó de su dulzura, su belleza, su elegancia en el escenario. Ella era bailarina, interpretaba el cisne negro y parecía bailar para él. Tenía talento a pesar de no contar más de veinticinco años, diez más joven que su admirador. Durante años insistió con flores, bombones, cartas románticas e incluso composiciones propias. Un día ella cedió, le regaló su amor una sola noche y en esa surgió el fruto prohibido de sus entrañas.
Comprometida con otro, aunque él lo desconocía, deseó seguir adelante con el fruto de aquel momento de debilidad. Intentó explicarle que un bohemio desquiciado con el arte no era lo conveniente, además que su corazón era de otro y no suyo. Él no soportó la idea de perder, no ya a su princesa del lago de los cisnes sino también al fruto de ambos. Estalló y la mató. No soportó la idea de vivir sin ella y en un acto de locura cobarde se arrojó por el balcón.
El amor no siempre se aprecia o posee, lo natural es sufrir por él.
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