sábado, 8 de mayo de 2010

Lost Boy

Corría agitado pro las calles de la ciudad. Su corazón era una bomba de relojería a punto de estallar. Era un chico perdido. Estaba perdido en la oscuridad del refugio de la noche, pero las sirenas le perseguían alarmando a toda la manzana. No tenía huida. No había escapatoria alguna.

-Reza lo que puedas.-susurró apoyándose en una señal de tráfico.-¡Y una mierda!-exclamó corriendo de nuevo, tomando un impulso hacia un nuevo callejón.

Sus botas militares viejas las había encontrado en un contenedor, su cabello largo cubría parcialmente la chupa de cuero que poseía. Era uno de esos chicos problemáticos. Chicos que cuando los miras a los ojos tu alma se hiela.

La lluvia caía fuertemente sobre la ciudad, los edificios se empapaban al igual que él. El chapoteo de sus botas se hacía cada vez más audible. Él quería huir. Él quería encontrar la escapatoria. Su cerebro era ágil y encontraba refugios cuando un coche de policía estaba a punto de cruzarse en su camino.

-Demonios.-dijo acurrucado en un callejón sin salida, tras escombros y contenedores de basura.-Me cago en las barbas de Lucifer.-chistó abrazándose a sí mismo, para luego comenzar a llorar.

Sus lágrimas se asemejaban a las lágrimas de Lucifer al caer de los cielos. Poseía un hermoso rostro que siempre aparentaba seriedad y brutalidad, pero en ese instante se notaban sus diecisiete años. Un joven rebelde con causa.

Eran las ocho de la tarde, el sol caía lentamente ocultándose. Él había vuelto a casa después de un ensayo. Quería ser el mejor. Quería que su voz retumbara incluso en los infiernos. Siempre se retrasaba en llegar a casa por los ensayos, pero ese día no. Al llegar vio a su madre tirada en el suelo siendo golpeada por su padre, algo común en su vida. No era la única que tenía cada día su merecido. Siempre intentaba pararlo, apartarlo y golpearlo. Pero siempre quedaba él magullado y con el orgullo bajo.

Días atrás, en su barrio, un tipo le ofreció una pistola. Le vendía su pistola por un par de billetes. Decía que necesitaba el dinero para un “pico” y no podía quedársela. Él la aceptó. Practicó con aquella arma durante días con latas y vidrios. Las ocho de la tarde en el reloj le dijo que era su momento, el momento de ser un héroe. Sacó la pistola y apretó el gatillo. Un tiro directo a la cabeza y el cráneo se rompió como si fuera de gelatina.

La mala suerte es que esa pistola ya estaba manchada de sangre, la terrible mala suerte es que su madre ya estaba muerta cuando intentó hacerse el héroe. Todos pensaron que mató a golpes a su madre y a su padre de un tiro. Todos creyeron que asaltó el pequeño comercio en el que murió un niño. Todos pensaron que era el mismísimo demonio. Si bien, él era un niño perdido.

Sacó de nuevo la pistola y se la colocó en la sien. Se sentía como un gato acorralado y la única escapatoria que tuvo fue apretar el gatillo. Cayó al suelo con su cabello ocultando su rostro mientras la lluvia seguía acariciando y helando su cuerpo.

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