martes, 6 de marzo de 2012

El beso

La máscara cayó, como caían los titanes, dejando su rostro al descubierto. Aquel trozo de carne, piel y huesos se mostraron bellamente moldeados por el sutil encanto de los seres celestiales. Parecía un ángel. Sus pestañas densamente pobladas, sus finas cejas, su boca pequeña y sus dientes perfectos conformando una corona blanca de perlas. Su mentón era ancho y fino a la vez, un juego de formas que le daban un rostro alargado pero con sutiles formas redondeadas.

-¿Quién eres?

La voz de la joven se quebró a punto del llanto. Nunca había contemplado a un ángel, pero estaba segura que era uno de los enviados del señor, que Dios la había elegido a ella para contemplar a uno de sus más apreciados hijos. Sus ojos se llenaron de lágrimas que se enjugaban con su sucio delantal. Sus mejillas eran dos manzanas y sus labios dos apetecibles guindas. Sus ojos eran de aceituna, muy apetecibles. Parecía una sirena esperando ser rescatada de las profundidades del mar, pues allí era imposible vivir si ya no creías en tu propio canto.

-¿Te envía Dios?

Las prendas caras de aquel joven le delataban como un hombre de alta alcurnia. Llevaba unas medias de seda blanca que cubrían sus piernas conformándolas, como dos firmes columnas blancas, los pantalones ajustados hasta las rodillas eran de una tela gruesa y negra, igual que sus botas y la chaquetilla con bordados dorados como sus cabellos, los cuales caían como bucles dorados. Su cuello de cisne estaba envuelto en la suave tela de la camisa, poseía el cuello alto, así como el pañuelo de igual color con un broche dorado, como el trigo y el sol mismo.

-¡Dime! ¡No te quedes en silencio! ¡Dime!

Ella vestía un simple vestido sucio por limpiar el suelo de rodillas, así como unos zapatos destrozados que nunca mantenían caliente sus pies en el crudo invierno. Tenía una medalla de cobre que podía verse en su canalillo, el cual intentaba cubrir con su mantón de tela gruesa. Todo, el vestido, así como el mantón y delantal, eran verdes, un verde parecido al de sus ojos. Sólo se veía blanco en ella, un blanco sucio y raído, las telas de sus enaguas.

-No soy enviado de nadie, he venido por mi mismo.

Susurró aproximándose a ella, inclinándose con descaro y besando sus labios. Aquel beso le robó la vida, pues de ella bebió su sangre mientras sollozaba pensando que un ángel, un glorioso y dulce ángel, le había enviado el primer gesto de cariño y bondad que jamás había osado pedir.

-Yo soy la muerte, he venido a tu encuentro.

Murmuró con un deje cansado en su voz, tal vez por sentirse maldito. Lo hizo con ella aún en sus brazos, como si durmiera esperando otro de esos besos dulces que dan los ángeles y también los proscritos.

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