Observaba aquel cuadro cada noche. Era un ritual extraño, mágico, puesto que podía notar como sus labios se desplazaban y formaban palabras susurradas a la realidad. Tan real, su rostro era tan real. Podía notar la calidez de sus mejillas, la tibieza de sus labios pintados con labial rojo pasión, y por supuesto percibir la suavidad de su cuerpo. Estaba desnuda, en una pose sensual, y parecía esperarme para ir con ella.
El día que pinté aquel cuadro fue el día que la perdí. Después de terminar la última pincelada se marchó de la habitación riendo por mi sonrojo, por mis palabras de amor declaradas en leves balbuceos. Yo era un estúpido aspirante a pintor, ella era una diosa.
Pedí que regresara al día siguiente, necesitaba pintar otro cuadro y accedió. Se colocó su ropa de calle y se quedó en la acerca contigua a mi casa. Allí se contoneaba mostrando escote y sus largas piernas embutidas en unas medias de rejilla. Su cardado era típico de los ochenta, al igual que su maquillaje sobrecargado y sus largos pendientes de colores chillones.
Era el verano de 1986. Yo tenía dieciséis, ella tenía veinticuatro. No volví a verla con vida. Un titular de periódico me dio la pista que me conduciría a su funeral. La habían matado horas después, su chulo la mató porque le dijo que no más. No iba a volver a la calle, aceptaba mi propuesta, o al menos eso quiero creer.
Y ahí está. Es el verano del 2010. Ella sigue viva, parece revivir cada noche, pero esta es especial. Porque mi princesa de labios carnosos y ojos de pantera... cumple veinticuatro años lejos del mundo de los vivos.
-Brindo por ti, por mí, por mi galería de arte y por todo lo que he conseguido gracias a la confianza que depositaste en mí... querida.-alcé una copa de vino y le di un sorbo mientras parecía que ella me ofrecía un último guiño.
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