martes, 12 de julio de 2011

La noche...

Salí solo. Aquella noche tenía que salir solo. Debía apartarme de ella, olvidarme de cuidarla y de necesitarla a mi lado. Sin embargo, ni el olor a asfalto mojado o el rumor de los bares me hacían olvidarla. Por muchas víctimas que encontrara ninguna era tan apetecible como lo fue ella, nadie era mejor compañía a mis pasos.

Mi mundo se había reducido al suyo, a la simpleza de compartir una mirada y unas breves palabras en medio de la noche. ¿Eso era amor? Por supuesto, un milagro. Seres como nosotros están condenados al odio, no a ese tipo de sentimientos. Dicen que el amor te vuelve débil, tal vez era así en esos momentos puesto que sentía el fracaso rodeándome por la cintura.

Terminé encerrándome en un tugurio. Esos bares de mala reputación que no cierran siquiera cuando debe de terminar la hora de servir alcohol. Me senté y miré fijamente a todos, eran puras almas en pena de paso por el purgatorio para acabar en el infierno de Dante.

La camarera vino hacia mí, poca ropa y un perfume fuerte a nicotina. Se quedó frente a mi mesa, mascaba chicle de forma compulsiva y sus ojos eran los de una bruja. Su aspecto estaba deteriorado, no tendría más de veinte pero aparentaba diez años más. Comenzó a taconear esperando que yo abriera la boca y simplemente sonreí leve.

-Jamás son amables con usted, a pesar que es duro ser madre a tan temprana edad y sentirse apartada de aquellos que ama. Siente que fracasó, que este trabajo jamás será el de sus sueños y que nunca alcanzará las tablas de un teatro. Sin embargo, se maquilla cada noche y actúa para todos. Se muestra fría, tan dura como el acero, y todo es para ocultar tras esa máscara su dolor y recuerdos. Querida, no debería de sulfurarse ni arrepentirse. Ama a su hija, es todo lo que tiene y tendrá por años, y sin embargo la ve una carga pesada.-ella se sorprendía por cada palabra que decía, pero no articuló respuesta alguna.-Tráigame una cerveza, con que el vaso esté limpio y el contenido frío tengo suficiente.-asintió anotando.-Ah, debería quitarse tanto maquillaje... eso sólo la envejece.

Me quedé en silencio, observándolos a todos hasta que escuché el sonido de la jarra sobre la mesa. Sonreí de nuevo a la sombra de aquella joven actriz, una sombra difuminada y decadente, que dejaba su alma machacada.

Toqué el cristal de la jarra de cerveza, podía sentir la cebada fermentada y helada. Jamás probé la cerveza, tampoco bebí en exceso. Recuerdo que la bebida que solía tomar era vino y con las comidas, ya ni recuerdo su sabor. Si bien, sí la embriagadez de algunas noches y las sonoras canciones que tarareaba de vuelta a casa por el muelle. Ese muelle, ese maldito lugar, donde me hicieron lo que soy y me abandonaron sin más. Fue una jugarreta, no sé a quién le debo esta vida o más bien a quién debo agradecerle la condena.

Salí de aquel lugar detrás de un muchacho. Tenía menos de dieciocho años, no debería estar allí. Parte de mí sólo lo deseaba para demostrarle que no iba a vivir para siempre, que existía el dolor y jamás la misericordia.

Lo atrapé unos metros más atrás. Su cuerpo terminó en un callejón con un rostro cubierto de espanto. Parecía un muñeco de cera, uno de esos horribles que llevan en las ferias en la atracción de la bruja. Me había desecho de forma rápida y brutal, la pasión que no le mostraba a ella la gastaba en mis víctimas. No quería ser un monstruo frente a ella, sólo deseaba ser un hombre común.

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