lunes, 11 de julio de 2011

Noches tardías...

El verano estaba en su pleno apogeo. El calor aparecía en aquella húmeda y fría ciudad. Londres se veía encantadora. Los turistas lo ocupaban todo. El tránsito nocturno aumentaba. Mi pasado se esfumaba aún más. Mi ropa eran comunes, no quería destacar entre tantos. Ella caminaba a mi lado, con un vestido rojo entallado. Parecía que llevaba una rosa perfumada en vez de una mujer, tan pasional y tan indiscreta como cualquier amante de fuego.

Mis ropas oscuras contrastaban con mi asombrosa palidez. Mis ojos se clavaban en las miradas curiosas, eran como dagas. Ella reía jugueteando con mis dedos, hasta que terminó tirando de mí para que bailáramos en plena calle. Volví a sentir aquella sensación, aquel deseo que no podía controlar y me turbaba tanto que incluso veía borroso al resto del mundo menos a ella.

Terminé tomándola entre mis brazos, mis labios se fundieron en los suyos, y como dos entregados amantes hice que nos observaran con gula y envidia. Ella no se sorprendió, simplemente colaboró llevando la escena a un punto más tórrido. Pude notar que mi excitación aumentaba, justo como cuando bebía de los parásitos insufribles y mortales humanos.

-Jamás me habían besado así.-murmuró ella cuando separó leve su boca de la mía.-Siempre habían tenido miedo de hacerlo, quizás porque impongo demasiado.

-Han sido demasiados años buscándote, demasiado tiempo perdido en sueños vanos y figuras de tórrida pasión que se diluían.-dije acariciando su rostro.-Tú y yo, amada mía, tú y yo... quiero sentir el fuego consumirme, el fuego que tú posees.

-¿Amor? ¿Por qué hablas de amor cuando quieres decir atracción o reto?-aquello me desconcertó.-Yo no te amo, no me hagas amarte porque entonces perderé el fuego que tanto te gusta.

-Juegas conmigo.

-¿Y no es divertido?-susurró cerca de mi oído.-Juguemos esta noche en los callejones...

La seguí hasta uno de los callejones cercanos, uno de esos que son estrechos y están entre locales de mala muerte. Un lado daba a un prostíbulo y el otro a un bar, donde los parroquianos se bebían incluso sus orines si eso les emborrachaba.

-Quieres que juguemos al gato y al ratón, al te amo y te odio tanto que no puedo resistirme.-murmuré levantando leve su vestido. Acaricié su muslo derecho y sentí escalofríos mientras contemplaba su escote.-Quieres que pierda la poca cordura y caballerosidad en esta noche tórrida y desesperada.-dije notando como jalaba de mis cabellos pegando mi nariz a su canalillo.

-¿No te gusta mi perfume? ¿No lo encuentras encantador?-rió pero calló sus carcajadas cuando sintió mi lengua pasarse por el borde de su escote, mis manos subieron hacia su cintura y quedaron bajo sus pechos alzándolos, para hacerlos más accesibles.

-Harás que caiga en la trampa.-susurré sin mirarla a los ojos.-Y no soy presa tan fácil.-dije alejándome de ella.

Si hubiera sido humano en esos momentos habría estado sonrojado, pero podía evadir ese momento incómodo de estar sofocado y con la piel de mis mejillas teñidas de rojo. Simplemente pagué mi molestia, mi estúpida molestia, con uno de los contenedores que allí se encontraban. Ella me haría dejar de ser un caballero, caer en su juego y terminar con la mente en otro lugar. No, no podía dejar de ser el hombre que era ni por un segundo.

Ella me siguió riendo, aunque podía notar que estaba desconcertada por haber actuado como lo hice. Parecía levemente satisfecha porque sus encantos me hicieran perder el control. Sólo perdía el control cuando mi apetito aparecía. Las víctimas más deseables eran jóvenes desesperados, sin sueños, con detenciones a sus espaldas y una vida llena de problemas. Ellos eran mi plato favorito, ellos eran quienes me hacían sentirme un depravado arrancándoles toda una vida.

Encontré a un chico, se prostituía en una de las esquinas. No tenía más de veinte años, pero sus delitos parecían los de un hombre de más de cincuenta. Había robado a muchos de sus clientes, asesinado a uno de ellos y hecho morir de pena a su madre. Una joya. Fui hacia él, lo llevé a una esquina y le quité la vida sin importarme dejar el cuerpo sentado en uno de los edificios cercanos. Lo dejé allí arrojado sin nada, como nada tuvo jamás, apoyado en el quicio de la puerta de entrada de un bloque de pisos cualquiera.

Regresé sin ella, estuve a punto de girarme y buscarla por la ciudad cuando noté que llegaba. Me abrazó por la espalda y besó mi cuello. Terminó riendo bajo caminando hacia la cama, quedándose de forma sugerente. Yo simplemente regresé a mi escritorio para componer otro poema para ella, otro que no le leería ni sabría de su existencia.

No hay comentarios: