sábado, 17 de diciembre de 2011

Violonchelo para ella








Cada día a la misma hora, como si no existiera cambio de estación y se repitiera la misma tarde, igual que una vieja película mil veces vista, él caminaba contando los pasos exactos hasta la silla. Allí permanecía largo rato contemplando el ocaso, el naranja rojizo que se expandía ante sus ojos más allá de las nubes y la luna. Sus cabellos dorados, como espigas de trigo, parecían suaves y hechos uno a uno para colocarse sobre su frente. Sus ojos eran fríos, su aspecto huidizo y algo salvaje. Un hombre de mármol, de manos firmes y suaves, que jugaban con el borde de su camisa.



Allí estaba durante varios minutos, casi horas, hasta que finalmente suspiraba pesado y se levantaba. Tomaba entonces su violonchelo, ya en la noche, y comenzaba a tocar la misma melancólica canción. Parecía no conocer otra, sus labios se movían como si rezara. Cada movimiento de estos ya estaban ensayados por el día anterior, y el anterior a ese y así hasta hace más de diez años.



Cuando llegaba la mañana paraba, contemplaba el amanecer y sollozaba pidiendo perdón. ¿Perdón? ¿por qué debía pedir perdón? ¿Por no tocar otra canción? ¿Por no recordar bien la partitura? ¿Por qué?



Entonces desaparecía, por arte de magia, hacia la puerta de aquel piso vacío salvo por su instrumento y la silla. Al atardecer siguiente regresaría, volvería a contar los pasos, a contemplar la ciudad y su oscura melodía brotaría de nuevo. Esa melodía que era como lágrimas de un ángel, como el sollozo de un demonio condenado a no ser libre.



Es extraño músico que camino a pasos elegantes y cortos, como los de un gato, de trajes italianos caros, es el músico del que te hablo. Su rostro es el de un poeta enloquecido, pero con la belleza que sólo Miguel Ángel podría darle. Un cuadro bohemio en marcha, con sangre caliente en sus venas, y que recuerda cada noche a su amada.



Ella murió en el piso que sólo es habitado por el instrumento que le perteneció, el cual él aprendió a tocarlo para hacerlo sonar únicamente con su canción de amor. Una canción que ambos bailaron el día que se conocieron, el mismo día del primer beso y sonrojo. Eran sólo unos niños cuando emprendieron la aventura de vivir juntos, lejos de todos, en un nido casi cerca de las nubes para que ella pudiera contemplar la ciudad a sus pies. Pero murió, como se mueren las flores al comienzo del invierno. Y él, con amor infinito, la recuerda porque el amor va más allá del tiempo que nos da la vida.

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