Las flores de su cabello, margaritas, se volvieron mariposas azules. Sus cabellos dorados se volvieron de color noche, convirtiéndose de esa forma en asfalto de seda y poemas de muerte. Sus ojos eran dos pozos con ocultas luciérnagas, en ocasiones podías verlas brillar cual vela en la ventana de un taciturno poeta. Sus ropas estaban manchadas con lágrimas, cenizas y tierra. Lágrimas de sus mejillas ocres, que una vez fueron manzanas, cenizas de recuerdos, los cuales aún se proyectan en sus lamentos, y tierra del jardín de las delicias, donde vivió aquella trágica bailarina.
Alza tus brazos mujer, súbelos,
y toca la campana de la libertad.
Alza tus brazos como un ángel,
expandelos como si fueran alas
y agita las telarañas.
La libertad te espera,
te llama con cantos de sirena
y rezos de demonios arrepentidos.
Sé que las olas de la esperanza
salpican las enaguas de tu vestido.
La niña de la noche, el espectro de la primavera en pleno invierno, yace en las cuerdas de un violín mudo. Sus dedos tocan el cielo como si pudiera tocar un piano, una vieja melodía mueve sus piernas frágiles que no tocan el suelo. La dama del destino, la muerte hecha mujer lozana, se mueve sobre la arena de la playa del tiempo. Siente en su piel el sol, aunque es noche cerrada, y la calidez del verano en su corazón fantasma. Pequeña locura, ángel de la redención, sonríe con ternura a todo aquel que no la ve, no la nota y ni la espera.
Alza tus brazos mujer, elévalos.
Quiero que sientas el cielo caer,
que los pises como si no importara
y de esa tela destrozada
hazte un vestido de fiesta.
La libertad te espera, y la rechazas.
Besas tus labios desinteresada,
pero no te sonrojas ni haces nada.
Sólo contemplas callada el mar,
saludando barcos hundidos hace siglos.
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