Los amaneceres tendrían lienzo, su
piel.
Los aromas se impregnarían en su
cabello,
flores nuevas para un ser que se creía
muerto.
Las manos níveas de tacto caliente,
como sus labios y su corazón joven,
se deslizarían por mi cuerpo ajado por
los años
y la vida dura de un guerrero.
Ella sería el paraíso del cual
hablaban ciertos de religiones,
basadas en el humo de una colilla mal
apagada.
Era el brillo de la vida, la flor de
luto
que se convertía en cisne de rosas
pasionales y silvestres,
pues eso eran las amapolas.
Sus cabellos de trigo, sus palabras de
oro
y su mirada de ámbar egipcio
provocarían que mis piernas
flaquearan,
cayera al suelo y suplicara por cinco
minutos eternos
entre sus brazos de Dafne.
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