Viejos papeles con polillas transformadas en notas musicales, viejos y lúgubres sentimientos que mueren en cada lágrima y vuelven a la vida en mi pecho mientras proclamo maldiciones. Me llamas infame cada noche mientras guardas ésto lejos de la vista de todos, como si te avergonzara. Si bien, infame es aquel que no ha llorado por amor, ni se ha vuelto loco. Nadie está cuerdo después de amar tanto, nadie. Perdí más que gané y sin embargo sigo amando. Y el amor genera odio, tan oscuro como la noche. 
Recordarte es un acto salvaje como arrancar una rosa de invierno, 
y sin embargo lo hago forzando una sonrisa. Me abrazo a mí mismo y lo hago. Porque el amor no tiene juicio, ya que es una mujer sin cabeza con un cuerpo tentador que te invita a abrazarte. Un cuerpo cálido que te consuela del frío, como las ascuas de una chimenea, y sin embargo te hiere como espinas pues son el cuerpo de la rosa. 
Te besé en los párpados y juré con nobleza quedarme a tu lado. Tomé tus manos entre las mías, recé un padre nuestro y me dejé guiar por el pecado. Envuelto en sábanas sucias en una boardilla de París te dejé hacerme el amor una vez más tras tus mentiras. Y esa noche, esa noche tan fría y cálida, me sentí como Ícaro porque toqué los cabellos al sol y sin embargo creí que no me quemaría. 
Viejos son los papales que yacen aquí convertidos en miseria, polvo, cenizas, añoranzas, lágrimas sin pañuelo, descaro enmohecido y reliquias de nuestra derrota. Tan viejos como tú y como yo. Viejos como el amor que me diste, el cual se disipó, mientras que yo me creí con un tesoro idéntico al Dorado. ¡Ingenuo de mí! Tan sólo tuve una luciérnaga durante segundos en mis entumecidos dedos y luego te fuiste, porque mi pecho te parecía insignificante. 
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